Las zanjas abiertas desde Suiza al mar del Norte se los combatientes de ambos bandos. La recién estrenada tecnología armamentística ayudaba a la defensa, pero el fuego enemigo respondía con la misma potencia
Veinte millones de muertos, entre civiles y militares, convirtieron la Primera Guerra Mundial en uno de los conflictos bélicos más sangrientos de la historia.
Un número de víctimas de las que buena parte se dejaron la vida en ese dantesco limbo entre trincherasque era la tierra de nadie. Lanzados en oleadas de cargas imposibles contra un muro de artillería, los soldados eran conejillos de indias de una nueva forma de hacer la guerra que, en 1914 y durante la práctica totalidad de los años que duró la contienda, superó el ingenio, las previsiones y la capacidad estratégica de los dos bandos. El resultado: auténticas y estériles carnicerías, que pusieron de relieve las abrumadoras contradicciones entre los planes de los beligerantes y un arte de la guerra que se encontraba en la infancia, y que ofrecía retos estratégicos, tácticos y logísticos a los que nadie parecía tener respuesta.
La Gran Guerra fue la primera contienda de trincheras a gran escala. Si bien la trinchera, como tal, estuvo presente en los campos de batalla desde tiempos inmemoriales, su función original no era otra que la de establecer diques de contención ante un asedio, una suerte de última pantalla defensiva frente a las acometidas de un enemigo dispuesto a todo por tomar ciudades al asalto.

El Ejemplo Americano
En el conflicto americano, por primera vez los ejércitos dejaron de confrontarse en campo abierto, conscientes de la capacidad destructiva de las armas de fuego. Cualquier táctica militar tradicional se convertía en un procedimiento suicida y obsoleto. Esto obligó al repliegue permanente y a la apuesta forzosa por un nuevo modelo de guerra de desgaste, interminable, de pico y pala, en el que el número de bajas se multiplicaba exponencialmente. Pero América estaba muy lejos de la vieja Europa, y la revolución militar que se estaba operando en los campos de batalla de la Guerra de Secesión pasó fundamentalmente inadvertida.
Lo cierto es que, durante el siglo XIX, Europa vivió un período de coexistencia relativamente pacífica entre las grandes potencias. Tras el fin de las guerras napoleónicas, que seguían siendo el paradigma de referencia para muchos de los oficiales de ambos ejércitos durante la Primera Guerra Mundial, solo episodios aislados como la Guerra de Crimea o la Guerra Franco-Prusiana ofrecieron retos logísticos militares de envergadura, de manera que, al estallar la Gran Guerra en Europa, sobraban teóricos y nostálgicos de Napoleón y Federico el Grande y faltaban oficiales maduros con experiencia real en el campo de batalla de un conflicto a gran escala.
Se Ponen A Prueba Nuevas Armas
Sin embargo, los avances técnicos en el ámbito armamentístico durante este períodohabían sido grandiosos. Simplemente aún no había tenido lugar un conflicto de esas características en el Viejo Continente en el que experimentar y poner en práctica las respuestas tácticas y estratégicas que acarreaban tan notables innovaciones.
La Primera Guerra Mundial fue el primer conflicto de “alta tecnología”. Y como tal, pilló a contrapié a propios y extraños, planteando desafíos nunca antes conocidos en un campo de batalla. Desde mediados del siglo XIX, se habían producido avances decisivos en el ámbito de la tecnología armamentística. La invención del fusil de retrocarga, que permitía un incremento sustancial en la velocidad de disparo y en la precisión, permitía la carga del arma tumbado, desde el suelo (a diferencia de las armas de avancarga, que se cargaban por la boca del arma). Esta innovación cambió por completo el panorama de los campos de batalla.

En las décadas sucesivas hicieron acto de aparición la pólvora sin humo (que no delataba la posición del tirador), la bala en punta o las armas de repetición, que revolucionaron los combates cuando en 1862, en el transcurso de la Guerra de Secesión, un médico llamado Richard J. Gatlin patentó la primera ametralladora de la historia. Este primer prototipo era pesado y aparatoso, pero en los años sucesivos se fue aligerando progresivamente hasta convertirse en una letal arma portátil que iba a marcar un antes y un después en la historia de la contienda.
La artillería móvil habría de convertirse en la gran protagonista de los combates, hasta el punto de que, durante la Batalla del Somme, el bando aliado desplegó un total de hasta mil seiscientas piezas que escupieron en el transcurso de una semana más de un millón y medio de proyectiles, causando auténticos estragos. La artillería se convirtió en un arma defensiva incontestable. La ametralladora, desplegada en primera línea del frente, era capaz de disparar entre quinientas y setecientas balas en un minuto con un alcance de más de quinientos metros.

Cualquier carga de infantería (no digamos de caballería) era poco más que una maniobra suicida condenada al fracaso. La artillería móvil, en la práctica, convirtió la contienda en un frustrante (y sangriento) enfrentamiento de posiciones en el que cualquier avance era respondido con una lluvia de proyectiles que desmantelaba sistemática y brutalmente cualquier intento de tomar las líneas enemigas, dejando en el proceso el campo de batalla lleno de cráteres, completamente impracticable; con la inestimable colaboración de la lluvia, que convertía la tierra de nadie en terreno absolutamente intransitable.
Menos Breve De Lo Que Se Pensaba
Las trincheras se convirtieron en un auténtico infierno que ni el militar más avezado fue capaz de prever. En 1914, todas las partes asumían que la Gran Guerra sería un conflicto breve, que habría de dirimirse con las mismas reglas y procedimientos de las guerras de principios del siglo XIX. Imperaba entre los altos mandos de ambos bandos la visión romántica y heroica de la guerra, en la que el valor, la disciplina y el heroísmo anacrónico de las cargas frontales de infantería y caballería serían los que decantarían la balanza de uno u otro lado, en una serie de batallas campales limitadas en espacio y tiempo. Sencillamente, nadie se tomó la molestia de estudiar a fondo precedentes tan explícitos como la Guerra de Secesión.
La Revolución De La Artillería Móvil
Nadie supo valorar el extraordinario impacto que los progresos tecnológicos en la industria armamentística habrían de tener en un conflicto de estas características, ni calibrar las nuevas necesidades estratégicas que esta nueva manera de matar y hacer la guerra comportaban. Por increíble que pueda parecer, las nuevas y letales armas de fuego no se tradujeron en variación alguna de las viejas tácticas de combate. Ningún estratega supo entender que era necesario adaptar el ataque y la defensa, el equilibrio de fuerzas y el papel tradicional de infantería y caballería a un nuevo escenario. En él las maniobras habituales en campo abierto quedaban, y de hecho ya habían quedado, completamente obsoletas.

Las trincheras fueron, en buena medida, el resultado de este estéril enfrentamiento de desgaste. Eran la expresión de impotencia ante la constatación sobre el terreno de una realidad insoslayable: la revolución de las armas de fuego, la excepcional capacidad destructiva de la artillería móvil o los fusiles de retrocarga no habían ido en modo alguno acompañados de una revolución análoga en el ámbito de la movilidad de las tropas. Como resultado de ello, el defensor siempre gozaba de una ventaja que el atacante no tenía capacidad de neutralizar.
Lo que se estaba produciendo durante la contienda era una transición de un conflicto en el que el músculo humano y animal llevaba la voz cantante a una guerra en la que mandaban las máquinas. La respuesta ante esta inagotable capacidad de destrucción a gran escala era la fosilización en forma de trincheras de los frentes, la proliferación de minas y alambradas de espino y la obstinada inconsciencia de los altos mandos en buscar soluciones viejas a problemas nuevos convirtiendo la tierra de nadie en un matadero, una montaña de cadáveres de soldados de infantería empujados a cargar a la antigua usanza y sucumbir en inconmensurables masacres, bajo una lluvia de proyectiles de ametralladora.
El tradicional equilibrio entre la potencia de fuego y las maniobras diseñadas para neutralizarla quedó totalmente roto en favor de la primera. El alcance de las nuevas armas y la velocidad de disparo era un reto inasumible para la limitada movilidad de unos ejércitos cuya máxima velocidad de desplazamiento era el galope de un caballo, que seguía siendo, pese a su inexorable ocaso como arma de guerra durante el conflicto, el medio de locomoción y transporte más recurrente, al menos hasta la progresiva incorporación en los últimos compases de la guerra de aviones de combate, tanques y vehículos motorizados.
Interminables Metros De Zanjas
Por otro lado, la acumulación masiva de hombres a lo largo del frente hacía materialmente imposible la tradicional búsqueda de tácticas para hallar puntos débiles en la línea enemiga por los flancos. La única táctica consistía en la acumulación de hombres en las trincheras y el lanzamiento de cargas suicidas sin orden ni concierto.
Ya a finales de 1914, el frente occidental se había estabilizado alrededor de dos interminables trincheras paralelas y semipermanentes que se extendían desde la frontera suiza al mar del Norte. Entre medias, un impenetrable infierno de fuego cruzado que ningún estratega encontraba la manera de sortear. Los viejos equilibrios de la guerra estaban rotos, pero nadie era consciente de ello cuando estalló la contienda.
Millones de caballos murieron durante la Gran Guerra. A lo largo de los cuatro años de contienda, habían pasado de ser los grandes protagonistas del campo de batalla a oscuros actores secundarios. En poco tiempo, al menos en el frente occidental, se convirtieron –ataviados, como los soldados, con máscaras de gas– en meras bestias de carga. No eran rival para la artillería. Sin embargo, en las primeras fases de la contienda se produjeron algunas cargas de caballería de viejo cuño. El 7 de septiembre de 1914, en Moncel tuvo lugar la última gran batalla entre lanceros a caballo antes de que ambos bandos constataran la evidencia. Durante meses, los soldados de caballería permanecieron en la reserva, hasta que fueron obligados a desmontar y a incorporarse al frente como infantería. La era de la caballería había tocado a su fin. No había lugar para los corceles entre los cráteres de la tierra de nadie.

En realidad, en ese infierno de fango y alambres de espino, cementerio de proyectiles usados, no había tampoco lugar para los seres humanos. Pero no quedaba otra alternativa más que adaptarse. La imagen del frente en una nube perpetua de fuego cruzado no corresponde demasiado a la realidad. La mayoría del tiempo no había demasiado que hacer en aquellas inhabitables trincheras. Los días eran eternos, bajo el frío y la lluvia y el estrés de una amenaza inminente que la mayoría de los días no se materializaba. El sueño era esporádico y muy escaso. La noche era el momento de poner orden en la tierra de nadie, reparando las alambradas o achicando el agua de las trincheras inundadas por la lluvia. La higiene era prácticamente inexistente.
Escenario Sórdido Y Terrorífico
Apenas había acceso a agua limpia, por lo que el aseo era un lujo al alcance de muy pocos. El clima era extraordinariamente hostil, y la lluvia convertía la trinchera y sus alrededores en un lodazal aderezado con los excrementos de los soldados o los cadáveres y miembros mutilados de los caídos. Un terreno, pues, abonado para las ratas, uno de los mayores enemigos de los sufridos combatientes de la Gran Guerra, al igual que la disentería o la llamada “fiebre de las trincheras”, transmitida por los piojos, o el “pie de trinchera”, consecuencia del tránsito continuado por un terreno húmedo y enfangado, y que provocaba la pérdida de dedos e incluso del pie completo en algunos casos. Las heridas por fuego enemigo eran con frecuencia letales, ya que semejante escenario era un paraíso para las bacterias. Las trincheras eran, en fin, un cuadro sórdido y terrorífico que condensa como ninguna otra imagen el rostro apocalíptico de una nueva forma de hacer la guerra.
