A menudo, pensamos en la historia como un conjunto de hechos recolectados en algún formato. No obstante, la historia de la humanidad es también la historia de sus preguntas.
Desde hace milenios, el ser humano ha alzado la mirada hacia el cielo, se ha detenido frente a las maravillas de la naturaleza y ha reflexionado sobre su lugar en el universo.
¿Qué son las estrellas?, ¿qué es una galaxia?… La evolución no es un concepto que pertenezca solo al ámbito científico, sino que también es materia importante en el terreno de la filosofía y la teología. Hay que que asumirlo, pues toca las fibras más profundas de nuestra identidad: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? Estas preguntas trascienden el laboratorio y encuentran eco en las grandes tradiciones espirituales, como la Iglesia Católica, que ha dialogado con dichas inquietudes a lo largo de los siglos. A pesar de una tradición de comunicados con frecuencia irregular, solemos tener una opinión sesgada sobre la postura de la Iglesia y los pontífices (Papas).
La teoría de la evolución se construye a partir de hechos probados y demostrado, a pesar de que pervivan mitos y malos entendidos al respecto. Hablar de evolución es hablar de transformación, pero también de orden. Para quienes ven la creación como la obra de un Creador, la evolución no es un proceso desordenado ni caótico, sino la revelación de un propósito profundo inscrito en la misma materia. Como decía Santo Tomás de Aquino, todo ser tiene una causa que lo precede y lo orienta hacia un fin. La idea de que el universo está en constante devenir no necesariamente contradice esta perspectiva; más bien, puede enriquecerla al invitarnos a contemplar cómo la creación, lejos de ser un acto estático, es un dinamismo continuo sostenido por un orden superior.

En este sentido, la relación entre la evolución y la fe no debe entenderse como un conflicto, sino como una oportunidad para el diálogo. La ciencia busca responder al “cómo” de los procesos naturales, mientras que la teología explora el “por qué” último de nuestra existencia. Si bien las respuestas no siempre coinciden en sus formas, pueden complementarse en su fondo. La Iglesia Católica, consciente de esta tensión creativa, ha buscado tender puentes entre ambos mundos, reconociendo que la verdad no teme a la verdad. Esta apertura al conocimiento científico, cuando se enmarca en una reflexión más amplia, no disminuye la fe, sino que la profundiza, permitiendo una visión integral del cosmos y de nuestra propia humanidad.
La Iglesia y las teorías del origen antes de Darwin
Antes de que la teoría de la evolución de Charles Darwin sacudiera los cimientos del pensamiento científico y teológico, las ideas sobre el origen del universo y de la vida ya ocupaban un lugar central en la reflexión cristiana. La Iglesia Católica, heredera de latradición filosófica grecorromana, encontró en figuras como San Agustín de Hipona y Santo Tomás de Aquino un marco para reconciliar la revelación bíblica con una comprensión racional del mundo.
San Agustín, en su obra De Genesi ad Litteram, ofreció una interpretación profundamente simbólica del relato del Génesis. Para él, el lenguaje de la Escritura no debía entenderse literalmente en todos los casos, sino como un medio para comunicar verdades espirituales más profundas. Este enfoque permitió a Agustín considerar la creación como un acto continuo, donde Dios no solo inicia el mundo, sino que lo sostiene y dirige hacia su cumplimiento. Este concepto, conocido como creatio continua, establece que el universo no es un producto terminado, sino una realidad en desarrollo, una idea que siglos más tarde resonaría con las teorías evolutivas.
Por su parte, Santo Tomás de Aquino, influenciado por la filosofía aristotélica, desarrolló una visión teleológica de la naturaleza. Según Aquino, todo en el mundo tiene un propósito y está orientado hacia un fin, un “telos” inscrito por el Creador. Aunque Tomás no conoció las ideas modernas sobre la evolución, su pensamiento proporciona una base filosófica para integrar el cambio y el desarrollo en el marco de un diseño divino. Para él, el movimiento y la transformación en el universo no son incompatibles con la idea de un Dios inmutable; más bien, reflejan su acción constante y providente.
Estos fundamentos teológicos y filosóficos prepararon el terreno para que, siglos después, la Iglesia Católica pudiera abordar el desafío que representaron las teorías científicas modernas. Aunque en un principio las ideas darwinistas generaron resistencia, la tradición de pensamiento crítico y reflexión profunda de la Iglesia ofreció herramientas para un diálogo fructífero entre fe y ciencia. Este diálogo, sin embargo, no surgió sin tensiones, y sus raíces se hunden en las reflexiones de estos grandes pensadores que buscaron, cada uno en su tiempo, armonizar la razón y la revelación.

La irrupción de Darwin y la respuesta inicial de la Iglesia
En 1859, Charles Darwin publicó El origen de las especies, una obra que revolucionó nuestra forma de comprender la naturaleza. En ella, Darwin presentó la idea de que las especies no son entidades fijas, sino que evolucionan a lo largo del tiempo a través de un proceso de selección natural. Este mecanismo, basado en la variabilidad genética y la lucha por la supervivencia, explicaba cómo los organismos más adaptados a su entorno tienden a reproducirse con mayor éxito, transmitiendo sus características a las generaciones futuras. Aunque Darwin evitó tratar explícitamente el origen del ser humano en esta obra, la implicación de que la humanidad pudiera ser parte de este mismo proceso generó un profundo impacto. Tanto es así, que aún que el legado de Charles Darwin sigue vivo.
La reacción inicial de la Iglesia Católica ante las teorías de Darwin estuvo marcada por la cautela y, en algunos casos, el rechazo. En el siglo XIX, la teología católica estaba fuertemente influenciada por el pensamiento escolástico, que enfatizaba la estabilidad y el orden en la creación divina. La idea de un mundo en constante cambio parecía poner en tela de juicio el relato bíblico del Génesis y la visión tradicional de la creación como un acto divino culminado. A esto se sumaba el contexto cultural y político de la época, donde el evolucionismo fue asociado con el materialismo, el agnosticismo y el ateísmo, corrientes que la Iglesia veía como amenazas a la fe.
Sin embargo, no todas las figuras religiosas adoptaron una postura de rechazo. John Henry Newman, una de las mentes más influyentes del catolicismo del siglo XIX, mostró una notable apertura hacia las ideas evolutivas. Para Newman, la evolución no contradecía la fe cristiana, siempre que se reconociera que detrás de los procesos naturales había una intención divina. Su perspectiva reflejaba la convicción de que la ciencia y la fe no eran adversarias, sino complementarias en la búsqueda de la verdad. O, tal vez, matizando un poco, una buscando descripciones y la otra una “verdad”. Búsquedas distintas que no tienen razón de solaparse.
“La teoría del Sr. Darwin no necesita ser atea, sea verdadera o no; podría estar simplemente sugiriendo una idea más amplia de la Presciencia y la Habilidad Divinas… y no veo que ‘la evolución accidental de los seres orgánicos’ sea inconsistente con el diseño divino. Es accidental para nosotros, no para Dios.” –John Henry Newman
El enfoque de Newman sirvió como un puente entre las posturas más críticas de la época y la apertura que la Iglesia mostraría en el siglo XX. Su disposición para integrar los descubrimientos científicos dentro de un marco teológico más amplio anticipó el diálogo constructivo que se desarrollaría en décadas posteriores. Así, aunque el impacto inicial de Darwin fue disruptivo, también sembró las semillas de una reflexión más profunda en la Iglesia sobre la relación entre la fe y la ciencia.

ENCÍCLICAS Y DISCURSOS CLAVE SOBRE LA EVOLUCIÓN
Pío XII y Humani Generis (1950)
- Apertura condicionada al evolucionismo biológico. En esta encíclica, Pío XII permitió por primera vez que los católicos consideraran el evolucionismo como una hipótesis científica válida, siempre que se limitara al desarrollo del cuerpo humano y se reconociera que el alma es creada directamente por Dios. Este matiz sentó un precedente importante en la relación entre la Iglesia y las ciencias naturales.
- Contexto histórico y preocupaciones ideológicas. El documento refleja las tensiones de la Guerra Fría, cuando el materialismo dialéctico promovido por el comunismo era visto como una amenaza. La encíclica busca preservar la fe católica frente a filosofías que podrían interpretar la evolución como incompatible con una visión trascendente del ser humano.
- Complemento en 1952. En un discurso a la Primera Semana Internacional de Medicina Experimental, Pío XII amplió las ideas de Humani Generis, enfatizando la diferencia entre la evolución biológica del cuerpo y la creación directa del alma. Esto ayudó a aclarar la postura de la Iglesia frente a la creciente influencia del darwinismo.
JUAN PABLO II Y LA EVOLUCIÓN COMO “MÁS QUE UNA HIPÓTESIS”
- Carta a la Pontificia Academia de Ciencias (1996). En esta histórica declaración, Juan Pablo II reconoció que la evolución había dejado de ser una simple hipótesis para convertirse en una teoría respaldada por un consenso científico sólido. Subrayó que esta perspectiva no debía verse como contraria a la fe, sino como una oportunidad para enriquecer la comprensión de la creación divina.
- Importancia del diálogo interdisciplinario. El Papa destacó la necesidad de un diálogo continuo entre la ciencia, la filosofía y la teología para abordar las grandes preguntas de la humanidad. Este enfoque interdisciplinario refleja una apertura sin precedentes en la Iglesia hacia las ciencias modernas.
“Hoy, casi medio siglo después de la publicación de la encíclica, nuevos conocimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis.” Juan Pablo II
BENEDICTO XVI Y LA CREATIO CONTINUA
- Discurso en la Plenaria de la Pontificia Academia de Ciencias (2008). Benedicto XVI reforzó la idea de la creatio continua, al destacar que la evolución no contradice el diseño divino. Según él, la creación no es un evento del pasado, sino un proceso continuo en el que Dios sustenta el cosmos y la vida.
- Armonía entre razón y fe. En su discurso, Benedicto XVI subrayó que la razón científica y la fe pueden coexistir. Para él, la evolución y la ciencia no deben ser vistas como adversarias de la fe, sino como caminos complementarios hacia una verdad más amplia.
FRANCISCO Y LA COMPATIBILIDAD ENTRE CREACIÓN Y EVOLUCIÓN
- Discurso a la Pontificia Academia de Ciencias (2014). El Papa Francisco afirmó que el Big Bang y la evolución son compatibles con la fe cristiana. Para él, estos procesos científicos no excluyen la acción de Dios, sino que la requieren, ya que la creación implica un dinamismo constante.
- Sostenibilidad y responsabilidad ética. Francisco conectó la evolución con la ética, enfatizando la responsabilidad de la humanidad de cuidar el planeta. En Laudato Si’ (2015), amplió este argumento, subrayando la importancia de respetar la biodiversidad y las interdependencias naturales como parte del diseño divino.
LEÓN XIII Y LAS PRIMERAS REFLEXIONES SOBRE CIENCIA Y FE.
Encíclicas como Arcanum Divinae Sapientiae (1880) y Providentissimus Deus (1893) no tratan directamente la evolución, pero sientan las bases para el diálogo entre los descubrimientos científicos y la interpretación bíblica. León XIII reconoció que la investigación científica podía enriquecer nuestra comprensión de la creación.