La información es poder, y en la guerra resulta a menudo más decisiva que los cañones. Conocer los planes del enemigo con antelación permite contrarrestarlos y vencer.
Esto ha ocurrido desde que vivíamos en las cavernas y nos atacábamos con piedras y palos, pero el nivel de sofisticación y la velocidad con la que se transmiten los informes en los últimos tiempos lo ha complicado todo endiabladamente.
Para empezar, conviene situarnos en el plano tecnológico en el que se desarrolló la Gran Guerra. En 1918, aún no era posible la grabación portátil de sonido ni existía la radio como medio de comunicación masivo, pero sí como sistema de transmisión rudimentario. Tan solo ese año se descubrió el superheterodino, que significó un salto adelante en los receptores. Lo que se utilizaba generalmente era la telegrafía sin hilos, que exigía el conocimiento del sistema morse por parte del emisor y del receptor.
Para las comunicaciones en el frente lo ideal era el teléfono de campaña, pero requería hilos y los hilos se rompían demasiado a menudo por los pisotones de los soldados y de las acémilas, el tráfago de la vida de trinchera, la humedad y las explosiones. De modo que era necesario recurrir demasiadas veces a los métodos del siglo anterior: las palomas mensajeras y los perros entrenados. Y, sobre todo, a los enlaces o correos humanos, uno de los cuerpos más sacrificados en toda la contienda.

No debe olvidarse que aquella guerra fue básicamente de índole posicional. Los frentes estaban delineados por trincheras, las cuales, por regla general, tenían delante las trincheras enemigas.
La importancia de estar informado
El terreno entre ambas, que era donde se iba a morir bajo las ametralladoras, solía estar minado y agujereado por los obuses que se habían quedado cortos. Entre otras tácticas, esta disposición bélica fue la que posibilitó el uso criminal del gas tóxico por parte de la trinchera que tenía el viento favorable.

Cuando todo depende de saber con precisión la hora y el lugar del ataque o hay que retirar unas baterías antes de que pase el avión de reconocimiento enemigo, se entiende la importancia decisiva de la inteligencia, o, mejor dicho, del espionaje. Llamar inteligencia al espionaje no deja de ser un disparate, pero el eufemismo se ha impuesto en todo el mundo. La palabra espionaje (no así contraespionaje) es un término maldito en las relaciones internacionales, un vocablo que nadie quiere usar pero que todas las naciones y muchísimas empresas grandes, medianas y pequeñas practican asiduamente. Espían, pero nunca lo aceptarán. Excepto cuando conviene enseñar las fotos, como hizo la administración Kennedy durante la Crisis de los Misiles
Bulos para engañar al enemigo
Desde luego, el espionaje depende antes que nada del espía o la espía, los cuales dependen a su vez del medio y las circunstancias en que se desenvuelven. Su cociente de inteligencia no es tan importante como el conjunto de sus dotes, conocimientos y aptitudes. Se requiere que el espía sea una persona astuta y prudente, pero a la vez resuelta y oportuna. La buena memoria es una cualidad muy estimada, pero ante todo se valora la sensatez, la frialdad y el control rígido de las propias pasiones.
En 1914, cuando estalló el primer gran conflicto del siglo pasado, apenas había espías profesionales. O sería mejor decir que los que había no estaban preparados. Actuar en tiempos de paz era muy distinto a hacerlo en los de guerra, durante los que la actividad informativa se multiplica por mil, vuelan las balas y corren los venenos. Pero la deficiencia se subsanó pronto gracias al patriotismo, la traición, el odio al enemigo, el chantaje, el dinero, el sexo e incluso la religión.

Hay que tener en cuenta que lo que hoy en día conocemos acerca del espionaje durante la Gran Guerra es solamente una mínima parte (la más novelesca) de la gran maraña informativa secreta que tejieron las redes de todos los países, con núcleos en los países neutrales. En muchos casos se trataba de difundir intoxicaciones, bulos con los que se pretendía engañar o confundir al enemigo. Algo así, pero en gran escala, iba a ser treinta años más tarde la Operación Fortitude de los aliados para enmascarar el desembarco de Normandía.
A menos que metan gravemente la pata –e incluso en esos casos más que en ningún otro–, los servicios secretos tienen a su favor que solo trasciende lo que ellos quieren que trascienda. Pero también hay que decir que, cien años después de los acontecimientos, se conoce lo suficiente (ya sea embellecido por los unos o afeado por los otros) para sacar una idea general del considerable número de personas que, por uno u otro motivo, espiaron durante la Primera Guerra Mundial.
Por otra parte, ¿qué es un espía? Hay tantas clases de ellos como de seres humanos. Espía es la adolescente que, desde su ventana, cronometra el paso de los convoyes militares por su país invadido, y el anciano aristócrata que ha dispuesto un código en su torre para comunicar el número de tanques que ve a lo lejos. Espía es el tabernero que aprende en secreto la lengua de los invasores para luego comunicar lo que ha escuchado entre vaso y vaso de licor. Así fueron la mayoría de los que operaron en las dos guerras mundiales.
Los informadores franceses cobraban al mes la mitad que un obrero, y una propina por informaciones específicas, de modo que ninguno se hizo rico. A cambio, se arriesgaban a ser fusilados sin miramientos. La cifra oficial de 350 fusilados por espionaje entre alemanes y franceses a lo largo de toda la guerra es ridículamente baja, un reflejo muy pálido del número de aquellos que, calificados de espías, murieron sin juicio contra cualquier muro para ser olvidados al momento. Pero fueron ellos quienes, en un goteo silencioso y constante de información, a veces intrascendente y otras decisiva, causaron el mayor daño al enemigo.
El equipo del espía
La guerra supuso la especialización y la promoción de los servicios de espionaje franceses, que adoptaron el sistema de los británicos. Nueve de cada diez funcionarios realizaban tareas administrativas de género muy variado, y solo uno actuaba como agente de campo. Entre estos, a su vez, la mayor parte cumplían una misión estática como contactos o buzones permanentes. Puesto que no existen cifras oficiales hay que pensar que, o bien el número total de funcionarios era enorme, o bien el número de agentes efectivos era muy pequeño.
Pero sabemos que los elementos que se infiltraban en terreno enemigo para actuar en operaciones especiales lo hacían bien provistos. Saltaban en paracaídas con un enorme fardo que incluía los víveres necesarios durante el tiempo de la misión, documentación falsa, ropa civil, pistola, linterna eléctrica, cuchillo, explosivos (primero TNT, después melinita), mechas, una carabina con su munición, brújula, mapas y hasta pimienta para despistar a los perros. También se les suministraban unos cuantos fajos de billetes de banco y varias monedas de oro, argumentos definitivos para casi todo. Lo peor es que debían acarrear una jaula con media docena de palomas mensajeras: sabían que, si el enemigo los detenía con las palomas nadie les libraría del fusilamiento inmediato.

Mítica Mata Hari
Pero, como dijimos, había muchas clases de espías. Los más importantes para las agencias, debido a la categoría de los informes que podían transmitir, eran quienes se movían con soltura entre las altas esferas políticas y militares del enemigo. A ellos estaban destinados los medios más novedosos, como cámaras fotográficas escondidas en relojes de bolsillo, tintas invisibles, venenos fulminantes, etc. Los esfuerzos en microfotografía de guerra llegaron a reproducir un folio en un milímetro cuadrado. Se comprendió el valor de las herramientas de trabajo, incluso de las más mortíferas. De entonces procede el interés por toda esa ingeniosa y letal parafernalia asociada al espionaje de que hacen gala las películas de James Bond.
Nadie podrá negar que el nombre estrella del espionaje de aquella guerra fue el de una holandesa llamada Margaretha Zelle que, tras una primera juventud tormentosa, se presentó en los exclusivos ambientes parisinos como una bailarina exótica llamada Mata Hari. La idea más aceptada hoy en día sobre esta mujer mítica la considera más bien una prostituta de lujo que fue manipulada a conciencia por los servicios de espionaje de ambos bandos. Se movía de un país a otro amparada en su condición de súbdita holandesa, relacionándose con políticos y militares de alto rango. Vigilada de cerca por franceses y alemanes, terminó trasladándose al nido de espías en que, como capital de una nación neutral, se había convertido Madrid.

Desde sus habitaciones en el Hotel Palace, contiguas a las de un importante miembro de la embajada alemana, tomó parte en una combinación para provocar la sublevación del Marruecos francés, y a su vuelta a París fue detenida tras cobrar un cheque de 5.000 dólares que el contraespionaje galo sabía que debía cobrar un agente alemán. Su proceso, durante el que salieron a relucir nombres de importantes políticos y militares franceses, fue seguido con tremenda expectación. Finalmente, la bailarina espía fue declarada culpable y fusilada el 15 de octubre de 1917.
También en Madrid, pero desde el hotel de enfrente (el Ritz), operaba Marthe Richard, una mujer a todas luces más interesante que Mata Hari. Hija de una familia desestructurada, a los 16 años ingresó en el registro de protitutas de Nancy. Obligada a efectuar 50 servicios diarios, contrajo la sífilis y fue expulsada a París, donde se curó y siguió trabajando más apaciblemente en un establecimiento de alto standing hasta que se casó con un cliente rico. Tan rico que, por complacer uno de sus caprichos, le compró un avión convirtiéndola en una de las primeras aviadoras francesas.
Tras la muerte de su marido en el frente, Marthe entró en el servicio secreto y quedó a las órdenes del capitán Georges Ladoux, que también había reclutado a Mata Hari y que asimismo la envió a Madrid, pero lanzándola en paracaídas. En poco tiempo, la Richard se las ingenió para convertirse en amante del agregado naval alemán, Von Krohn, y aceptar su oferta de trabajar para los alemanes, lo que la convertía, como a su vecina de enfrente, en una agente doble. Y así actuó, revelando a los aliados la construcción secreta de doscientos buques para la Armada alemana. Pero poco después sufrió un accidente de automóvil junto a su amante y el suceso saltó a las páginas de la prensa reaccionaria, lo que obligó a la Richard a volver a Francia a toda prisa para comprobar que había sido expulsada del servicio y que su reclutador, el capitán Ladoux, estaba acusado de espiar para el enemigo de acuerdo a las declaraciones de Mata Hari.

Agente doble… O nada
Mucho tiempo después, se supo que tanto Mata Hari como Marthe Richard fueron supervisadas desde el campo alemán por Elsbeth Schragmüller, conocida como la Señorita Doctor, una figura clave del espionaje alemán que operaba en Bélgica. La Schragmüller era todo un personaje: una veinteañera rubia y gordita, propietaria de una mirada que, a decir de sus conocidos, podía petrificar a cualquiera. Y tenía grandes dudas sobre la Richard y Mata Hari, a quien había entrenado personalmente. Sus dudas, como pudo verse, estaban fundamentadas, porque ambas eran agentes dobles. Era muy fácil convertirse en eso, porque si te descubría el enemigo te daban dos posibilidades: pasar a informarles a ellos o la tumba. Una oferta que la mayoría consideraba imposible rechazar.