Skip to content

¿Qué esconde la Capilla Sixtina?

  • by

Miguel Ángel invirtió los cuatro años más duros de su vida en pintar los frescos de esta joya vaticana. Al margen de su indudable mérito artístico, para algunos dejó en ellos mensajes ocultos de tolerancia, amor y libertad: una forma de rebelarse ante el represivo poder de la Iglesia de su tiempo.

Las 44 hectáreas de la Ciudad del Vaticano encierran “un cúmulo ingente de obras de arte excepcionales”, consideró la Unesco a la hora de declararla Patrimonio de la Humanidad en 1984. Y estas incluyen, aparte de la gran basílica edificada sobre la tumba del apóstol San Pedro y la gran plaza circular con doble columnata y rodeada de palacios y jardines, las joyas que atesoran los Museos Vaticanos.

Creados en épocas distintas, son fruto de la visión religiosa y artística de numerosos pontífices, desde el siglo XVI hasta la actualidad. En total, albergan más de 80 000 obras, desde restos arqueológicos de las grandes civilizaciones de la Antigüedad a antiguas carrozas, pasando por esculturas y pinturas de los mayores genios de la humanidad. Su pinacoteca incluye unos 460 cuadros de la Edad Media al siglo XIX; entre otras joyas, el Descendimiento de la Cruz de Caravaggio, el Tríptico Stefaneschi de Giotto y lienzos de Tiziano y Veronese. Dos salas están dedicadas a Rafael, Leonardo da Vinci y otros genios del Renacimiento; el Museo Pío Clementino posee la colección de escultura griega y romana más importante del mundo, y en la Capilla de Nicolás V predomina el primer Renacimiento florentino (Fra Angelico). Además, están el Museo Gregoriano Egipcio, la Galería de los Mapas, las Estancias de Rafael… y no se puede olvidar, por descontado, la Capilla Sixtina.

UNA OBRA TITÁNICA

En 1503, el papa Julio II hubo de enfrentarse a problemas estructurales en la Capilla de los Papas o Capilla Sixtina que había mandado construir su antecesor Sixto IV (de ahí el nombre). La bóveda de esta modesta edificación, mitad fortaleza, mitad iglesia, presentaba grietas y el techo estaba en peligro por los movimientos de tierra. El pontífice quería restaurarla y redecorarla y para ello contrató a Miguel Ángel Buonarroti. El encargo inicial era dividir el techo en varios segmentos y pintar en él a los doce apóstoles.

Miguel Ángel era totalmente consciente de la enorme complejidad que entrañaba pintar sobre un techo tan alto y curvo. Se sentía más escultor (ya había terminado su famoso David) que pintor. Sin apenas experiencia con los pinceles, ¿cómo realizar frescos de aquella envergadura a veinte metros del suelo? No le apetecía nada, pero dado el tono autoritario del encargo se vio obligado a aceptarlo, en 1508.

Pese a la desgana, puso cuerpo y alma en el empeño. Invirtió cuatro durísimos años de su vida, que pasó aislado de todo y de todos, y un esfuerzo descomunal en elaborar las nueve espectaculares escenas del Antiguo Testamento que transformaron radicalmente aquella bóveda de más de 40 metros de largo por 13 de ancho y 20,7 de alto, originalmente cubierta con un cielo azul con estrellas doradas. Su intención era crear un espacio abierto que diera la sensación de que las paredes llegaban hasta el techo. Dar vida a aquellos más de 500 m2 de techo era un reto casi sobrehumano.

TRABAJAR EN CONDICIONES INFRAHUMANAS

Lo primero que hizo fue construir un andamio. Y una vez lo tuvo, trabajó sin descanso y casi sin ayuda. Él y sus aprendices vivían en condiciones infrahumanas. Tras un largo de día de trabajo, cenaban una simple sopa y dormían todos juntos en dos camas. Miguel Ángel se levantaba a menudo a pintar de noche iluminado por un sombrero cubierto de velas encendidas. El río Tíber se desbordaba varias veces al año e inundaba el taller. El frío y la humedad hacían los inviernos en la capilla realmente duros. “Vivo en una tumba oscura en forma de cueva, llena de telas de araña, gatos, carroña, moscas y orinales”, escribió.

Era lógico que el pintor enfermase con frecuencia, acosado por la ansiedad, torturado por la presión del papa y aterrado por un posible fracaso. Sufría fuertes dolores a causa de las posturas forzadas en el andamio. En sus propias palabras: “La barba me apunta hacia arriba y tengo la cabeza torcida atrás, mientras que la pintura que me cae sobre los párpados me pinta un bonito mosaico en las mejillas. Tengo la piel de la frente estirada de la fuerza que hago y la piel del cuello arrugada de tanto doblarlo. Estoy doblado tensamente como un arco sirio”. Plasmó su rostro en la piel desollada de San Bartolomé, dejando su firma en una obra, algo que estaba prohibido.

Aunque tras un año solo estaban pintados 300 m2, se dice que prescindió de los aprendices y siguió solo. Terminaría incluyendo en total 800 estructuras anatómicas distintas. Y mientras tanto, pasó años diseccionando cadáveres en secreto para conocer a fondo el cuerpo humano. Para él, la belleza masculina presentaba las proporciones ideales. De ahí que sus figuras masculinas sean musculosas y las femeninas con musculatura de hombre. En este punto, el Laocoonte, escultura griega del siglo I a. C., fue una gran inspiración. Por fin, en noviembre de 1512 la Capilla Sixtina estuvo terminada. El día 31 se mostró el resultado a Julio II, que quedó gratamente sorprendido y convirtió a Buonarroti en un hombre rico. Con 37 años, era un artista de referencia. Lo merecía, pero lo pagó caro, pues aquel trabajo titánico le dejó secuelas físicas: hombros deformados y vista afectada, además del carácter afligido. Estaba en la cumbre de su carrera, pero sufría una crisis personal. Y el pontífice que tan generoso se había mostrado con él no podía sospechar los supuestos mensajes escondidos que dejó en su obra para la posteridad.

LOS MENSAJES OCULTOS DE MIGUEL ÁNGEL

Más de 300 figuras tapizan la bóveda de la Capilla Sixtina. De ellas, 95% son judías y el 5% restante paganas. No hay ninguna cristiana. A esta conclusión llegaron los autores del polémico libro Los secretos de la Capilla Sixtina: los mensajes prohibidos de Miguel Ángel en el corazón del Vaticano. Se trata de Benjamin Blech, rabino experto en judaísmo, y Roy Doliner, especialista en el Vaticano. Según ellos, el artista ocultó en esos frescos secretos que solo pueden leerse con el Talmud, el libro sagrado de los judíos, y la Cábala.

Gracias a que Lorenzo de Médici lo acogió, Miguel Ángel recibió una buena educación que incluyó disciplinas artísticas y estudios cientí­ficos, religiosos y filosóficos. En este sentido, Blech y Doliner sostienen que en su adolescencia se sintió atraído por el misticismo judío (y también por los hombres) y que en su obra habría intentado transmitir un mensaje de tolerancia y amor universal, y de paso ‘vengarse’ de Julio II, tiránico y ególatra, y denunciar la corrupción de la Iglesia católica.

Entre las pruebas que aportan están los gestos vulgares de algunas ­ figuras o la inclusión de héroes judíos y símbolos paganos. También se apoyan en la ausencia de ­ guras cristianas, pues ni siquiera están presentes Jesucristo y la Virgen María, a excepción de en El Juicio Final.

Fuera como fuese, debió esforzarse en que toda la información ‘extra’ pasase inadvertida a ojos del pontífice y del resto de la curia. Uno de sus mensajes se puede apreciar nada más entrar en la Capilla: justo donde Julio II quería que estuviese la imagen de Jesucristo aparece la del profeta Zacarías, que animó a los judíos a reconstruir Jerusalén. Para disimular su osadía, le puso el rostro del papa. Eso sí, se tomó la licencia de colocar junto al profeta a dos putti. Uno de estos angelitos tiene la mano cerrada en un puño y el pulgar asomado entre los dedos índice y corazón: es el equivalente de la época a levantar hoy el dedo corazón con el puño cerrado.

EL APOCALÍPTICO JUICIO FINAL

A los veintidós años de haber terminado su misión en la Capilla Sixtina, el papa Pablo III hizo otro encargo a Miguel Ángel que le haría volver: un gran fresco en la parte del altar que reflejara el Juicio Final. Tenía ya más de 60 años y de nuevo el resultado fue rompedor: una visión apocalíptica y aterradora de 400 figuras desnudas.

A primera vista, parece un amasijo de cuerpos en casi todas las posturas imaginables. Los bienaventurados no estaban separados de los condenados, algo que no gustó a la curia: fueron muchos los que consideraron la obra irreverente. En la parte superior, situó a los ángeles con los instrumentos del martirio. Debajo, las almas justas que rodean a Jesucristo; sobre la cabeza de este, un ángel señala a dos hombres judíos. Aunque los judíos no podían aspirar a disfrutar de la recompensa celestial, ocupan el centro del fresco. A la izquierda se ve a las mujeres justas, que situó muy cerca de Jesucristo pese a que los teólogos aún discutían si las féminas tenían o no alma. Junto a ellas aparecen los hombres justos, cuerpos desnudos abrazándose o besándose. Dada la probable homosexualidad del autor, sería otra señal de una declaración de intenciones.

Un atípico Jesucristo, musculado y sin barba, se sitúa en el centro. Su rostro podría estar inspirado en la cabeza del Apolo de Belvedere. A su izquierda, San Pedro y San Pablo, y a su derecha, la Virgen María, que aparta la vista, como si no quisiera ver los castigos. Además, Buonarroti incluyó rostros de enemigos de la Iglesia. Entre ellos el de la monja Vittoria Colonna, líder de los Iluminados, un grupo que intentaba reformas en el Vaticano. La Virgen la mira, mientras Jesucristo mira a un personaje al que Miguel Ángel puso el rostro de su gran amor: Tommaso Cavalieri.

El Juicio Final, que reflejaba el gran tormento espiritual del autor, se consideró escandaloso; incluso llegó a hablarse de herejía. Aunque con él hizo muchos enemigos, seguiría siendo el artista preferido de los siguientes pontífices.

Miguel Ángel incluyó en la Capilla Sixtina gran cantidad de ideas atrevidas, las suyas: amar a quien se quiera, respetar a los judíos y las distintas creencias, indignarse ante la corrupción y la inmoralidad de la Iglesia… Puede que anhelara que alguien descifrara su código, descubriera el significado real de sus pinturas y lo hiciera público.